Cuando por ciertas circunstancias de la vida nos
acontecen sucesos que definimos como males, problemas o tragedias, presentándose
bien sea como pérdidas materiales o humanas, separaciones, cambios de empleo o
enfermedades, como en mi caso particular, en esos momentos pensamos que nadie en
el mundo está peor que nosotros, si somos creyentes, cuestionamos la presencia de Dios, acusamos a
nuestra suerte y la mente no para de divagar y elucubrar en todas las causas
del mal que nos acosa.
Nuestro medio de defensa automático: las lágrimas,
el desconsuelo y sumergirnos en una pregunta que, dicho sea de paso, se hace
la mayoría de los que viven una situación semejante: ¿Por qué a mí?
Independientemente de la situación en la que nos
encontremos, esa es la pregunta recurrente: ¿por qué a mí?, para algunos no
tiene respuesta y si la tiene probablemente induzca a la culpa, nuestra o de otro y
eso enturbia aún más el panorama. Las razones por las que nos toca vivir esas
circunstancias son muy variadas, en muchos casos son situaciones fortuitas que desencadenan en
estos hechos, en otros casos, nuestro quehacer y actitudes son las causas de su
origen.
Con veintitrés (23) años, recién graduada, y sólo sueños
dibujados en mi horizonte, con la irreverencia del joven que quiere comerse al
mundo; de un día para otro todo eso se desmoronó como piezas de cristal en mis
manos, al ser diagnosticada con Lupus eritematoso sistémico. Sumado al
desconocimiento y hasta ignorancia en el tema, y la incertidumbre de lo que
podía pasar, me asaltó la pregunta automática: ¿Por qué a mí?
Inició el vía crucis de confirmar el diagnóstico,
de tomar acciones y generar un plan para ellas, de escuchar y tratar de aceptar
lo que te dicen —segundo golpe a mis sueños—, dentro del plan de acción
la recomendación médica: Manténgase un año en casa, estabilizando su organismo,
cero angustias, y, a pesar de estar recién graduada, no busque empleo.
No he
entendido bien lo que me pasa y debo poner todas mis fuerzas en actuar en
función de lo que me diga el doctor, y esto se dice fácil, muy fácil, pero cuán
difícil es asimilarlo y peor aún cumplirlo. Por otro lado, están los allegados y
conocidos, todos opinan, aconsejan, no por mal, todos tratan de ayudar, pero
llega un momento en que nos aturdimos de tantas opiniones, tantos consejos... Nuestra mente grita: ¡Alto!, ¡Basta!, ya no podía más.
Al salir de ese letargo, nuestro yo interno
comienza a dar sus primeros pasos, comienza el camino de la introspección y
aceptación, este es el primer gran paso: ¡ACEPTAR!, seguido de analizar, en caso de que haya
alguna razón para lo que nos está sucediendo, identificarlas y aprender de
ello.
Mi primera lección médica: ¡Nunca te preguntes ¿por
qué a mí?, tardía me llegó la lección, ya lo había hecho, pero a partir de allí dejé de buscarle respuesta a
esa pregunta. Inicio un paso a paso a la recuperación, lento pero que, a Dios
gracias, pronto empieza a dar frutos y en ella, mi mente fue y es una de mis mejores medicinas.
Llegados a este punto, muchos autores coinciden en que la mente vuelve a ver el horizonte más
allá de la neblina, empezamos a actuar para salir del "hueco",
dejamos de auto compadecernos y no aceptamos que otro lo haga, valoramos los
afectos, amistades y familia que forman parte de este proceso, pero entendiendo
que todo está en nosotros, salir de allí depende de mí, de ti.
Hoy en día llamo a la enfermedad: "Mi
cable a tierra", sé que se controla más no se cura, he aprendido a
vivir con ella, a aceptarla y a tolerarla, a partir de allí tengo calidad de
vida; no me ha quitado nada, todo lo contrario, me ha dado. Una enfermedad
puede ser el resultado de nuestros malos hábitos, el diagnóstico puede generar
el cambio de estos y de allí una mejora invaluable. Aprendí con ella que las
situaciones de estrés la despiertan o desencadenan, lo que me hace estar más
atenta a las manifestaciones de mi cuerpo, a sus señales, es esa voz del pensador chino Confucio que me dice: "Si tú problema tiene solución no te preocupes y si
no lo tiene, por qué te sigues preocupando".
Aprendes a vivir mejor, a aceptar lo que no
puedes cambiar, aprender de la experiencia del dolor, que nos puede hacer más
fuertes y sobre todo motivador e inspirador.
Un problema puede sacar lo mejor de nosotros
mismos, la fortaleza que no conocíamos fluye desde nuestro interior y nos dice: ¡sí se puede!, y lo que por una razón u otra no se soluciona, con la
aceptación lo sobrellevamos y cambiamos el plan, obtenemos paz; aprendemos a
valorar el tiempo que tenemos y vivir cada día. VIVIR, con sus letras en
mayúscula y detenernos a ver esos pequeños detalles que antes pasaban
desapercibidos.
Sea cual sea la situación que nos acontezca
aprendamos a aceptar, a entender, a no cuestionar y a partir de allí, tomar
acciones, preguntarnos: ¿Qué quiero para mí? ¿Cómo quiero vivir?, seguir soñando
realidades, vencer el miedo, dar el salto y simplemente vivir el tiempo que
tenemos, el ahora.
Gracias a mi Cable a tierra, que me
permite centrarme, no desenfocarme y cuando vuelo de manera desordenada, me
hace volver a pisar suelo; demostrándome mi realidad y que esta no está en manos de otros,
depende de mi capacidad de ser mejor, también, con ella aprendí que la actitud es fundamental, para afrontar esas situaciones difíciles.
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